El deseo de una vida plena forma parte de un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer. Siendo el hombre un ser relacional, destinado a realizarse en un contexto de relaciones interpersonales inspiradas por la justicia y la caridad, es esencial que para su desarrollo se reconozca y respete su dignidad, libertad y autonomía. Por desgracia, el flagelo cada vez más generalizado de la explotación del hombre por parte del hombre, el desprecio por la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, y la indiferencia ante el dolor ajeno, daña severamente la vida de comunión y pisotea sus derechos fundamentales.
Adán y Eva, cumpliendo la bendición de Dios de ser fecundos y multiplicarse, concibieron la primera fraternidad, la de Caín y Abel, con el mismo origen, naturaleza y dignidad creados a imagen y semejanza de Dios. Por desgracia, la realidad negativa del pecado muchas veces interrumpe la fraternidad creatural y deforma continuamente la belleza y nobleza del ser hermanos y hermanas de la misma familia humana. Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia, cometiendo el primer fratricidio. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea de vivir unidos, preocupándose los unos de los otros.
En la historia de los orígenes de la familia humana, el pecado de la separación de Dios, de la figura del padre y del hermano, se convierte en una expresión del rechazo de la comunión, con las consecuencias que ello conlleva y que se perpetúan de generación en generación: rechazo del otro, maltrato de las personas, violación de la dignidad y los derechos fundamentales, la institucionalización de la desigualdad, la violencia indiscriminada sobre inocentes. De ahí la necesidad de convertirse continuamente a la vida nueva, y al nuevo modo de vivir en el amor que Cristo nos mereció por su Muerte y Resurrección.
Por ello la mirada ante la cruel muerte de dos universitarios debe centrarse ante todo en el tipo de sociedad que estamos construyendo, en los valores en que educamos a nuestros niños y jóvenes, en el lugar que ocupan los demás en la propia vida, en el ponerse en el lugar del otro, en una auténtica ética que impulse a luchar en contra de todo lo que pueda dañar a las personas o destruir sus vidas y dignidad, a que jamás se alcanza la felicidad ni la paz o la justicia, sobre el sufrimiento del prójimo.
Rezo de modo especial para que, respondiendo a nuestra común vocación de colaborar con Dios y con todos los hombres de buena voluntad en la promoción de la concordia y la paz en el mundo, resistamos a la tentación de comportarnos de un modo indigno de nuestra humanidad.
Héctor Vargas,