El romántico
El mundo está mal hecho, dice mi joven amigo, el romántico. Cualquiera que conserve algo de rebeldía admitirá esta imperfección, me insiste. Desde que adquirimos conciencia, desde que nos separamos de ese presente continuo en el que parecen vivir los animales, empezamos a notar que la vida nos cobra un precio muy alto por dejarnos vivirla.
Mi amigo el romántico afirma que la primera decepción metafísica de un niño consiste en descubrir que el tiempo jamás se está quieto. Lo que el niño desea tarda mucho en llegarle, mientras lo que teme se apresura demasiado en cumplirse. Luego, poco a poco, aprendemos que la felicidad es más escasa que abundante, que la alegría pasa más rápido que el tedio, que hasta una simple satisfacción suele exigirnos labores y sinsabores. Y pronto nos enteramos de lo peor: que vamos en una carrera contra la muerte y al final ésta siempre nos gana.
Mi joven amigo el romántico se exalta. "¡Protesto!", dice. "Exijo que la vida no sólo tenga sentido. Demando que la existencia sea mucho mejor que sagrada, lógica o buena. ¡Quiero que la vida sea como realmente debería ser: poética!".
La rebelión de mi amigo es luciferina: trágica y heroica a la vez. El hombre romántico no se conforma con las seguridades de las ciencias, ni con las promesas de las religiones, ni con los consuelos de las filosofías. El hombre romántico busca que la existencia sea plena, intensa y bella, es decir, quiere vivir poéticamente.
El romanticismo fue una rebelión contra los excesos de la razón. No en balde, pese a todas sus bondades, la Ilustración también trajo consigo el Gran Terror de la Revolución Francesa, y esas primeras guerras mundiales que fueron las conflagraciones napoleónicas. Pronto, la revolución industrial y el positivismo científico apretaron todavía más los engranajes de la rutina que tritura los blandos sueños humanos. Los románticos se alzaron contra esos monstruos que la razón había parido. Y lo hicieron proclamando la libertad de sentir, como forma de acceder a las analogías profundas entre la perpleja vida humana y el impasible universo.
Para mi amigo el romántico, aquello que resulta inaccesible a la razón puede revelarse a la intuición como un sistema de correspondencias. Todo se toca con todo. Y ese "tocarse" de las cosas entre sí compone una música universal, una armonía que no sólo el oído del poeta, sino cualquier oído abierto a lo poético podría sentir. Y que por tanto todos podríamos vivir.
Desde luego, también la razón ha buscado una armonía en el caos del universo. En sus albores la ciencia se asemejaba a la poesía. Pitágoras creyó escuchar una "música de las esferas" que armonizaba los desplazamientos de las estrellas y los planetas. Los físicos contemporáneos, que siguen buscando una "teoría unificada" o "teoría del todo", parecen movidos por una ambición similar. Pero la ciencia limita con su propio saber verificable.
"¡Y el saber no basta!", exclama mi joven amigo. Cuando Guildersten le reprocha a Hamlet su ambición intelectual -un querer entender demasiado- éste responde que no es ambicioso: "Podría vivir dentro de una nuez y sentirme rey del espacio infinito. Si no tuviera malos sueños".
Es posible que alguna vez lleguemos a entender, desde esta cáscara de nuez que llamamos mundo, los secretos del espacio infinito. Entonces la razón se creerá reina. Pero nosotros seguiremos siendo esclavos de esos "malos sueños" que nos sobresaltan. Las injusticias del azar, el tiempo que no cesa, la muerte que acecha.
Angustiado, mi amigo el romántico insiste: "Saber está muy bien. ¡Pero lo que yo quiero es que la vida sea como realmente debería ser: poética!".
Emocionado, abrazo a mi amigo -aquel joven romántico que fui- y le respondo: tal vez desearlo sea vivirlo. Quizás esa música del universo la componen quienes desean fervientemente oírla.
POR CARLOS FRANZ*
* Carlos Franz es escritor. Su libro más reciente es La Prisionera (Ed. Alfaguara).
el espejo de tinta
Los románticos se alzaron contra esos monstruos que la razón había parido. Y lo hicieron proclamando la libertad de sentir.