Zambullida
Se abre la temporada de piscinas. Adán se lanza de cabeza a una. ¡Chapuzón! No está tan fría. Al contrario, una vez pasado el primer choque helado y estando aún bajo el agua, la vieja felicidad de estar sumergido retorna y Adán no desea emerger. En cambio, querría que durara esta sensación de abrirse paso en el líquido que se amolda al cuerpo, que lo acaricia y lo deja ir suavemente cerrándose detrás de él.
Adán¬piensa que esos momentos bajo el agua, conteniendo la respiración, son puro goce: los ruidos del mundo llegan amortiguados como murmullos; nuestros movimientos se acompasan, el agua les presta su gracia; nuestro peso se aligera. Por unos instantes sentimos lo que fue estar en el saco amniótico, lo que era ser sin existir todavía.
Flotar en la fluidez del fondo de la piscina vuelve más fluidas también las sensaciones y las ideas. En los breves segundos de su zambullida Adán siente que pasa de la bolsa amniótica en la que él se gestó a la sopa primigenia de donde surgió la vida.
Hace unos tres mil millones de años la primera forma de vida orgánica se arrastró fuera de esa "sopa" originaria y respiró. O más probablemente expiró, ya que sobre el planeta no había aire todavía sino una mezcla de gases letales.
Quizás Adán piensa en eso, mientras nada bajo el agua, porque antes de lanzarse a la piscina estuvo leyendo a Darwin. En Sobre el origen de las especies éste revisa un viejo adagio de los naturalistas como él: Natura non facit saltum. Darwin se pregunta por qué la naturaleza no salta de vez en cuando "de estructura en estructura". Su respuesta es que "la selección natural sólo puede actuar aprovechando pequeñas variaciones sucesivas. Ella nunca puede saltar, sino que debe avanzar mediante los pasos más cortos y más lentos."
Ese placer atávico de retornar a la bolsa amniótica y a la sopa primigenia ahora se convierte en angustia, para Adán, cuando piensa en esos miles de millones de años de evolución recorridos tan cansina y lentamente. Millones de especies aparecieron, nadaron penosamente en la deriva evolutiva y se extinguieron. Incontables formas de vida coletearon en esa corriente despiadada que las arrastra exigiéndoles continuos cambios y adaptaciones, so pena de precipitarlas al abismo de la extinción.
En el fondo de la piscina Adán siente que empieza a faltarle el aire. Y para colmo, ahora recuerda esta broma que le han hecho desde pequeño: su nombre dicho al revés es "nada". Broma tonta, basada en una reversibilidad que ocurre sólo en nuestro idioma, pero que lo mortifica casi tanto como la deriva darwiniana. Adán sería nada porque el hombre es indiferente para el universo. Después de nosotros el cosmos seguirá su expansión imperturbable, tal como lo hacía antes de que el primer adán surgiera del barro. Tanto éste como su tardío sucesor en la piscina y hasta la humanidad entera serían apenas como estas burbujas que salen de su nariz y suben hacia la superficie donde estallarán.
Abriendo los ojos bajo el agua Adán sigue con la vista una de esas burbujitas y se rebela. "¡No soy nada!", protesta para sus adentros. Y dándole una vuelta a aquel viejo y agraviante juego de palabras, discurre ahora otra solución para su dilema: Adán no es nada precisamente porque nada.
El hombre nada contra la corriente evolutiva. Y hace más que eso: iza velas, endereza el timón, navega, cambia de curso, capea temporales, se resiste a dejarse llevar hacia las cataratas de la extinción (con las que a veces también colabora).
Aún más: el hombre realiza lo que Darwin niega que la naturaleza pueda hacer: el hombre salta. Tal como Adán brincó para zambullirse en esta piscina, el hombre se zambulle en el universo, consciente de lo que hace. Su consciencia es ese salto.
Otra burbujita brota de la nariz de Adán y sube hacia la superficie luminosa de la piscina. Con el corazón acelerado él la sigue hacia arriba y se dice:
"Nada, Adán. ¡Nada!".
POR CARLOS FRANZ*