El Apocalipsis de Papá Noel
El escritor Roberto Brodsky se encontró con el Viejo Pascuero en un avión. El anciano ahora era activista ambiental y repartía libros con su causa. Brodsky lo invitó a pasar la Pascua con él y los suyos.
Roberto Brodsky es autor de novelas, cuentos, ensayos y guiones. es premio literario jaén de novela 2007 y premio josé nuez martín 2009, con "Bosque quemado".
No han sido fáciles los últimos días para Papá Noel. Usted ni se imagina. Nada de asiento preferencial ni primera clase en los aviones, y en cambio sí mucho traslado en clase económica, mal alimentado por estas bandejitas de plástico y sin dormir en medio de la estrechez de los asientos, con el cuerpo estragado y esperando turno entre un control y otro. Póngase en mi lugar, con los zapatos en una mano y la otra sujetando los pantalones ante la máquina de escaner.
-Soy el Viejito Pascuero, no puedo sacarme el cinturón sin que se caiga el disfraz-dijo.
Pero nadie le hacía caso, por más que protestara; a nadie le importaba su edad ni su milenario estatuto. Mucho menos su obesidad. Para la seguridad extrema de los aeropuertos no existen excepciones. Incluso había tenido que soportar más de alguna requisición abusiva por una pistola de agua o una varita mágica en el equipaje de mano. Viajar hoy día es una mierda, me soltó, exasperado y melancólico a la vez.
Iba sentado junto a la ventanilla y tenia el aire agobiado de los boxeadores que se acomodan a la derrota. Pero él qué podía hacer. Trasladarse era su rutina, y más en estas fechas. Admitía eso sí que diciembre no era el mes más adecuado para intentar arreglar el planeta. Lo peor eran las charlas y conferencias a las que debía asistir. Se había comprometido con la causa y allí estaba para confirmar los peores pronósticos. Ya en París había dado testimonio ante más de trescientos expertos de todo el mundo. Habló de los peces que migraban al sur y de las morsas que morían en el Ártico, y del rídículo traje de lana que seguía utilizando a pesar del calor cada vez más intolerable que lo hacía sudar copiosamente bajo el largo sol del sacrificio. Son sus palabras en el libro recién publicado.
-Me invitan porque soy una eminencia y una prueba viviente de lo que está ocurriendo- alegó. Sin mí los gases de efecto invernadero serían una patraña, una teoría para ganar las elecciones, pero cuando me ven aparecer con la barba como paja seca y la cara roja e hinchada de pústulas, haciendo cola para subir a una cabina saturada de gente con mercadería china de segunda mano, entonces comprenden que las cosas han ido demasiado lejos, reaccionan y se lo piensan dos veces. Porque aquí donde usted me ve, mi amigo, la verdad es que el Viejito Pascuero se está quemando vivo.
Y miró en torno con gesto grave, trágico, apoyando el brazo en la rodilla y desviando la mirada hacia el espacio vacío del otro lado de la ventanilla como si quisiera acelerar el final del viaje.
Recordé la imagen del héroe que adivina su caída y enseguida la promueve. Tampoco Papá Noel se hacía ilusiones sobre el futuro. O eso daba a entender. Desde la reunión en París había volado a Santiago donde los editores lo esperaban para promocionar su panfleto Alerta. El calentamiento global del Viejo Pascuero (Unicef, 2015). Había estado una semana dando entrevistas y firmando ejemplares en ferias y librerías. Confesaba no haber disfrutado la experiencia. En su opinión, los chilenos se quejaban demasiado, sobre todo los niños. Algunos hasta le devolvían los regalos, y los padres exigían dedicatorias ampulosas cuando compraban el libro. Total: un tira y afloja de la mañana a la noche. En la televisión se habían burlado de su campaña sobre el cambio climático, y eso que ya comenzaba a hacer un calor infame.
-Usted, ¿a qué se dedica?, preguntó. Hago clases, soy profesor, dije. Ah, qué lastima, dijo él, y se rio por primera vez. Viajaba a Washington invitado por una ONG que le pagaba el pasaje y dos noches de estadía para exponer en un seminario alternativo, pero Papá Noel no pedía trato especial. Nunca lo había hecho y no iba a ser este el momento para cambiar de conducta. Aceptaba la pérdida de jerarquía como el precio a pagar por su cruzada popular contra las emisiones de carbono y el derretimiento de los hielos eternos. Abandoné el prestigio por el activismo, explicó, aplomado. Llega un momento en que también el Viejo Pascuero tiene que ensuciarse.
Aterrizamos de madrugada en Miami. Hicimos juntos el trasbordo y me extrañó que llevara apenas una maleta, además del bolso ejecutivo de rigor. Lo único que transporto ahora son libros para regalar, dijo. En eso se ha convertido mi trabajo. Tome, aquí tiene el suyo, agregó extendiendo un ejemplar que llevaba a mano. Dos horas más tarde nos despedíamos en el aeropuerto nacional, y prometí que lo llamaría a su hotel para acompañarlo a visitar la ciudad una vez que quedara libre de sus compromisos. Fue lo que hice. El invierno llegaba por oleadas en aquellos días, sin decidirse a entrar, y caminamos por las calles del downtown bajo los últimos rayos de sol hasta la plaza Lafayette y de allí a la Casa Blanca, donde Papá Noel se paró a mirar con ojo crítico el edificio ovalado entre vagabundos y turistas que sacaban fotos del lugar. Buena gente Obama, un poco ingenuo pero buena gente, dijo buscando en el cielo una señal más del desastre que auguraba en el horizonte. Le pregunté a qué desastre se refería en concreto, pero él desvió el tema, repartió unos cuantos dulces a los niños que se le acercaban y me pidió que lo llevara a ver la estatua de Lincoln por última vez. Se sentía contento de caminar entre las columnas pulidas por el blanco de los focos y el viento helado que corría junto a la gran pileta. No nevaba, y no iba a nevar esta Navidad ni la siguiente en la ciudad. Quizá no nevaría durante décadas y la navidad sería de ahora en adelante un espectáculo seco y desértico, no apto para trineos ni renos galopando sobre los techos. Entonces fue que se me ocurrió invitarlo. No podía ser una mala idea llevar al Viejito Pascuero a comer a la casa la noche misma de Navidad. El aceptó encantado.
Por supuesto, mis hijos lo recibieron incrédulos pero con respeto. Mi mujer se alegró de tenerlo en la mesa, hizo un brindis a su salud y se disculpó por no tener esa noche un regalo para Papá Noel. Sorpresas son sorpresas, dijo él, sin inmutarse. ¿Tú crees en el Viejo Pascuero?, preguntó la niña clavando su mirada sobre la figura bonachona y algo deteriorada. Cómo no va a creer si está aquí, terció su hermano con lógica implacable. Todos nos giramos hacia Papá Noel en busca de respuesta. Quiero fumar, dijo él. Con permiso. Y se levantó hurgando en el bolsillo del disfraz rojo mientras se alejaba hacia la terraza. Oiga, Nicolás, llévese un copita para el frío, alcanzó a decir mi mujer. Durante un instante todos nos miramos sin saber qué hacer, hasta que me incorporé y lo seguí. Afuera la noche estaba azul y brillante como cuando el cielo despeja después de una nevada y un blanco intenso cubre la ciudad hasta borrarla. Pero no había nieve por ninguna parte y con Papá Noel nos quedamos un largo rato hablando ante esa magia que no llegaba. Quédese a dormir con nosostros, hay una pieza de invitados, propuse al fin. No vale la pena volver al hotel. El asintió. Se veía cansado. Encendió otro cigarrillo que consumió con fruición y luego entramos a la casa. Sobre la mesa, junto a su puesto, los niños habían dejado un regalo improvisado envuelto en papel azul con una cinta plateada. Feliz Navidad, Nicolás, dijo mi mujer. Gracias, dijo él. Tomó asiento y terminamos la cena, y luego fuimos abriendo los regalos en silencio, algo cohibidos, sin atrevernos a salir a mirar el rumor que caía y comenzaban a cubrirlo todo esa última vez.
Por Roberto Brodsky
"Papá Noel no pedía trato especial. Nunca lo había hecho y no iba a ser este el momento para cambiar de conducta".
"Por supuesto, mis hijos lo recibieron incrédulos pero con respeto. Mi mujer se alegró de tenerlo en la mesa".
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