Insoportable verano
Quizás estoy resentido por no vivir el verano vacacional como los otros. Odiando a mis colegas (con cariño, por cierto) que por las redes sociales demuestran su entusiasmo veraniego. Muchos mandan fotitos de playa. Parecen felices los muy impúdicos; lo que es una agresión para un fóbico como yo que no soporta que en las cercanías haya otro feliz, un otro que no sólo ocupa espacio, sino que, además, hace ruido y se hace notar, que ríe y habla fuerte para que seamos testigos de su felicidad veraniega. No hay salud. Las playas, dice mi papá, debieran alfombrarlas. No es que odie el verano vacacional en sí mismo, odio a la gente que hace del verano un espectáculo como destino irremediable de un ocio que, a estas alturas, es innecesario. Y aunque estemos a paso del fin del verano, todo está perversamente reglamentado por los medios para que marzo o el fin del verano sea un sufrimiento. Colegios, niños y niñas protagonizando la más triste y patética de las escenas públicas, un escolar entrando a su escuela para sufrir violencia (múltiples modos del bullying, institucional y del otro). Y padres y apoderados reproduciendo el gesto patético de comprar útiles escolares y uniformes. Para olvidarme de eso hago política, un sucedáneo del odio y de la guerra, eso me tranquiliza un poco; me permite elaborar dispositivos de exterminio ficcional del enemigo, ese sí que es un otro. Además, para complementar ese olvido y tranquilizarme, recurro a la lectura de un libro, El Último Teorema de Fermat, que es la historia de un matemático francés del siglo XVI que planteó una misteriosa proposición que sólo fue resuelta en 1993 por el inglés Andrew Wiles. Envidio el placer sufriente de sujetos que trabajando en soledad se dedican a resolver enigmas de una abstracción inimaginable para la obsesión escénica moderna. En cambio, los tan mitificados artistas que me toca padecer por pega, jamás están solos, al menos en el mundo que vivimos siempre están en grupo, son fatalmente gregarios, como las mafias políticas. No padecen el placer o el sufrimiento del trabajo solitario. Ni los escritorzuelo(a)s ni los poetudos y las poetudas (ahora hay que escribir con conciencia de género) pueden aspirar de verdad a un encierro íntimo, no egocéntrico, de trabajo personal; siempre ansiosos de ocupar un lugar de privilegio. Y para eso deben meter ruido; producir escándalos y querellas culturosas, inútiles. Ojo, la expresión poetudo(a) es un neologismo construido a partir de la palabra poeta y testarudo(a) (¿o pelotudo(a)?, no recuerdo bien), en todo caso alude a un registro aspiracional y sobrevivencial chilensis muy en boga, al que se le adhiere la falta de criterio. Una amiga, sin ir más lejos, poeta de verdad, en el marco de una feria libresca fue agredida por un piquete culturiento comandado por una poetuda que le exigía explicaciones absurdas sobre una convocatoria o algo así, absolutamente remediable. Yo le había advertido que no se metiera en esas cosas, porque quedaba muy expuesta al protagonismo sicótico de unos loquitos (o tontitos) que se equivocaron de pega y que en vez de estar predicando en una plaza pública se dedican a escribir poemas de pésima calidad y a editar folletitos patéticos que hacen pasar por libros. En mi columna anterior yo me había referido a ella como una histérica pataletuda, no la identifico por su nombre porque eso suele inaugurar una estrategia de posicionamiento que termina por beneficiar la escena patológica. A la criminalización de la política parece seguirle la criminalización de la cultura, que es toda una vocación porteña. El paisaje se vuelve monótono, inexorablemente. Y uno sólo quiere llegar a la casa a acostarse.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .