En cualquier momento o situación cotidiana alguien nos dice tío o tía, según corresponda; ya sea un alumno(a), un niño(a) que pide plata en la calle, un amigo(a) de nuestros hijo(a)s, etc. Esto va más allá de los códigos parentales que indican que el tío es el hermano(a) de nuestro padre o madre. Hay una extraña extensión cultural del vocablo, hay un tono dudoso de subordinación, como de hogar de menores. Así lo siento. En otra época, más o menos reciente, a las cabronas o regentas de prostíbulos se las llamaba tías, y sus locales nocturnos adquirían su nombre o marca; recuerdo a la clásica tía Olga de Orompello, en Concepción; a la tía Adelina de Barrancas, en el mítico San Antonio y la capitalina tía Carlina de San Camilo en Santiago. Hay una operación como de transmutación degradada de una superioridad generacional, un juego irónico con las jerarquías parentales. El trato parece ocultar nuestra orfandad estructural, qué duda cabe. Recuerdo que la tesis de Para Leer al Pato Donald, un clásico de Ariel Dorfman, era la ausencia de la relación padres e hijos; Hugo, Paco y Luis eran sobrinos del Pato Donald, incluida una madre sustituta y el tío Rico. En el relato subyace la omisión y, probablemente, la muerte del padre, es decir, la anulación de la jerarquía legítima y la irrupción de un huacherío astuto y sobrevivencial que se rige por el Manual del Corta Palos, un canon self made man que rompe con el capital simbólico de la herencia patriarcal. Lo peligroso es que uno es tío (o tía) de mucha gente anónima y eso me pone mal, porque al tratarnos de ese modo oblicuo nos rebajan a una relación espuria o, al menos, no datada o no registrada. Es típica, además, la presencia casi literaria de alguna tía buena onda que a veces aparecía por la casa, muy cariñosa con sus sobrinos, pero rechazada por los padres; tío (o tía) loco que tenía el mismo nivel de maduración que el sobrino y, por lo tanto, entraba en complicidad, pero que, irremediablemente, era la oveja negra de la familia, ese sujeto invalidado que produce toda familia. Ese pobre tío (o tía) es severamente maltratado(a) por un orden familiar que muchas veces los detesta. En esa misma línea del acontecimiento semántico se encuentra esa operación delictiva llamada "el cuento del tío" que es, hasta donde me acuerdo, un crimen que tiene como base un relato engañoso. De ahí podemos saltar al "tío permanente" que nos legó Colonia Dignidad. Nuestro tío, esa dudosa parentela abusiva que reemplaza a la autoridad familiar, es el protagonista, de la gran novela de Chile. Si alguna vez la gran novela El Socio de Genaro Prieto representó un modo nacional de impostura o una estrategia de hacerse al mundo; hoy tendría que ser la "novela del tío" la que represente el giro narrativo identitario de este siglo XXI. Se me viene a la cabeza la ansiedad de algunos críticos que esperaban la irrupción de la novela de la dictadura o que diera cuenta de ella. Me imagino que ese rótulo le corresponde a la Zona de Contacto, es decir, cuando el periodismo buscó en la ficción neoliberal un nuevo síntoma de reproductividad. Alguien, un escritor de verdad, no como uno, debiera escribir la Novela del Tío; debiera ser algo así como la historia del abuso en nuestro territorio, desde la pedofilia común y corriente, pasando por la violación al interior del mundo familiar, hasta el abuso que cometen los tíos del parlamento o, en general, los de la clase política. Una historia narrativa que de cuenta del paradigma abusivo chilensis post huacho abandonado y que ponga el acento en el winer abusador y pervertido, ese que exige máxima plusvalía. Puede que esa novela ya esté escrita, sólo habría que editar los textos que surgen de las redes sociales.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .