Cada día quedamos más desconcertados ante tantos hechos de violencia en el mundo, indiscriminada, injustificada y por ello irracional, ejercida normalmente contra personas inocentes e indefensas. No hay distinción de clase social, raza, credo, edad o sexo. Nada de esto soluciona problemas, solo los ahonda y expande, y lejos de cubrirlos de gloria, denigra a sus autores.
Esta semana, a nuevos ataques en La Araucanía y a los lugares sagrados que sumen en el dolor a humildes comunidades rurales, hemos asistido con estupor, a la muerte cruel de dos niños a manos de sus familiares. Ahora hay parlamentarios que buscan maneras de poner fin a sus vidas antes de nacer. Comienza a generalizarse la necesidad de volver a rescatar la ética del gran relativismo actual, clamando por la urgencia de educación de la conciencia moral, que es muy anterior a una sola educación cívica.
En efecto, en lo más profundo de su conciencia, la persona descubre una ley que no se dicta a sí misma, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz, resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, hace aquello. Porque el ser humano tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente.
La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario de la persona, en la que ésta se siente a solas con Dios, y cuya voz resuena en el recinto más íntimo de ella.
Por ello, la Sagrada Escritura afirma: « Si alguno dice: ''amo a Dios'', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve » (1 Jn 4, 20). Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Este versículo de San Juan se ha de interpretar en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios. Así, el amor no es solamente un sentimiento. Consiste justamente que en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada, que piensa muy distinto a mí, o ni siquiera conozco. Entonces aprendo a mirar al otro desde la perspectiva de Jesucristo. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, pero no un hermano, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero.
El amor es « divino » porque proviene de Dios, a Dios nos une a Él y entre nosotros. Sin lo anterior, no hay reconciliación posible, solo cabe esperar el odio, el vacío, la división, la venganza, la violencia y el sufrimiento.
Héctor Vargas, obispo de Temuco