Estamos en una crisis sanitaria de magnitud, cuyas consecuencias son insospechadas y respecto de la cual no se vislumbra cómo y cuándo será superada. Ella nos encuentra, además, frente a una profunda crisis social, con episodios de mucha violencia, polarización e intolerancia.
El covid-19 nos ha mostrado la precariedad en que vive gran parte de los chilenos; altos niveles de hacinamiento, sin acceso a servicios básicos y elementales para desarrollar una vida digna. Por otro lado, la pandemia ha dado cuenta del valor de lo público, como los servicios de salud, por ejemplo, menospreciados y dejados de lado por las autoridades, que, con todas sus limitaciones y carencias, han hecho frente a la enfermedad con ejemplar entrega de los funcionarios, que han debido lidiar incansablemente contra el virus, arriesgando su propia salud.
Frente a lo dicho, en primer lugar, debemos confiar en la conducción de las autoridades y en las decisiones que tomen los especialistas de la salud. Luego, esperar que las medidas y decisiones sean tomadas teniendo en consideración aspectos éticos sobre la vida humana en todas sus dimensiones.
Ahora bien, los tiempos que vendrán han de llevarnos a replantearnos la formas en que hasta ahora nos hemos relacionado, especialmente urge terminar con las desigualdades que han quedado patentes en esta contingencia. Habrá que consensuar la implementación de cambios profundos en nuestra estructura social y repensar el modelo de desarrollo aplicado hasta la fecha, por uno que incorpore elementos de solidaridad, entendiendo que la vida en comunidad debe contar con instituciones potentes que privilegien el bien común y que los frutos del desarrollo económico favorezcan a todos los habitantes de la República.
Como hemos podido apreciar, la pandemia nos ha mostrado en toda su magnitud la fragilidad de la vida humana y que la muerte no discrimina, que cuanto hagamos por cuidarnos no solo beneficia al individuo sino también a la comunidad y que cuando la comunidad se protege también lo hace en favor del individuo. Así tenemos entonces que la realidad que estamos viviendo releva la vida en comunidad, propende a que el actuar social tienda al bien común y a la práctica de la solidaridad y fraternidad.
Estamos frente a un momento de nuestra historia que no admite pequeñeces, ni imposición de visiones de mundo excluyentes, por el contrario, vendrán tiempos difíciles, muchos perderán sus trabajos y por ende las familias sufrirán penurias, ello es razón suficiente por lo cual nos vemos impelidos a actuar con solidaridad y debe conmover, especialmente, a quienes detentan el poder, para que, actuando con sabiduría, pongan al centro de sus decisiones la dignidad del ser humano.
En los días venideros, cuando la emergencia haya menguado, a la hora del balance, ojalá podamos decir que hemos estado a la altura de las circunstancias y que la tragedia que hemos vivido nos haya hecho una mejor sociedad.
Nabor Urzúa Becerra,
ingeniero, Corporación Estudios Laicos de La Araucanía