"El Témpano de Kanasaka"
Fragmento publicado en "Cuentos escogidos" Por Francisco Coloane
Las primeras noticias las supimos de un cúter lobero que encontramos fondeado detrás de unas rocas en Bahía Desolada, esa abertura de la ruta más austral del mundo, el Canal Beagle, a donde van a reventar las gruesas olas que vienen rodando desde el Cabo de Hornos.
-Es el caso más extraño de los que he oído hablar en mi larga vida de cazador- dijo el viejo lobero Pascualini, desde la borda de su embarcación, y continuó-: Yo no lo he visto; pero los tripulantes de una goleta que encontramos ayer, de amanecida, en el Canal Ocasión, estaban aterrados por la aparición de un témpano muy raro en medio del temporal que los sorprendió al atravesar el Paso Brecknock; más que la tempestad, fue la persecución de aquella enorme masa de hielo, dirigida por un fantasma, un aparecido o qué sé yo, pues no creo en patrañas, lo que obligó a esa goleta a refugiarse en el canal.
El Paso Brecknock, tan formidable como la dura trabazón de sus consonantes, es muy corto; pero sus olas son tan grandes, se empinan como cráteres que van a estallar junto a los peñones sombríos que se levantan a gran altura y caen revolcándose de tal manera, que todos los navegantes sufren una pesadilla al atravesarlo.
-Y esto no es nada-continuó el viejo Pascualini, mientras cambiaba unos cueros por aguardiente con el patrón de nuestro cúter-; el austríaco Mateo, que me anda haciendo la competencia con su desmantelado Bratza, me contó haber visto al témpano fantasma detrás de la Isla del Diablo, esa maldita roca negra que marca la entrada de los brazos noroeste y suroeste del Canal Beagle. Iniciaban una bordada sobre este último, cuando detrás de la roca apareció la visión terrorífica que pasó rozando la obra muerta del Bratza.
Nos despedimos del viejo Pascualini y nuestro "Orión" tomó rumbo hacia el Paso de Brecknock.
Todos los nombres de esas regiones recuerdan algo trágico y duro: La Piedra del Finado Juan, Isla del Diablo, Bahía Desolada, El Muerto, etc., y sólo se atenúan con la sobriedad de los nombres que pusieron Fitz-Roy y los marinos del velero francés Romanche, que fueron los primeros en levantar las cartas de esas regiones estremecidas por los vendavales de la conjunción de los océanos Pacífico y Atlántico.
Nuestro Orión era un cúter de cuatro toneladas, capitaneado por su dueño, Manuel Fernández, un marinero español como tantos que se han quedado enredados entre los peñascos, indios y lobos de las costas magallánicas y de la Tierra del Fuego; él y un muchacho aprendiz de marinero, de padres italianos, formaban toda la tripulación; y no necesitaban más: con vueltas de cabo manila amarraba al grumete al palo para que no se lo llevaran las olas y maniobrara libremente con la trinquetilla en las viradas por avante, y él manejaba el timón, la mayor, el pique y tomaba faja de rizo, todo de una vez, cuando era necesario.