Una caminata desesperada
Fragmento del libro "El secuestro de la hermana Tegualda" Por Hernán Rivera Letelier
El Tira Gutiérrez marcha. Ya falta menos. Ahora va desembocando en la Costanera. Y aunque supuso que ahí, junto al mar, sería más fresco el ambiente, no siente correr una hilacha de brisa. El calor es de caldera. Y eso que el verano aún no llega oficialmente. El cambio climático, dicen unos. Yo no creo en pendejadas, dicen otros.
Lo cierto es que antes en Antofagasta no se compraban estufas en invierno ni ventiladores en verano. Ahora ambos artículos se agotan a comienzo de temporada.
El Tira sigue su marcha.
Mejor pensar en estas pendejadas antes que comer caldo de cabeza imaginando qué le pueden estar haciendo a la hermana.
Y sigue avanzando.
Visto de reojo parece otro más de los tantos que corren cada mañana en la Costanera. Otro más de los que hacen jogging, como le llaman ahora. De modo que a nadie le resulta extraño ver a un tipo como él practicando esta disciplina.
¿Que lleva la cara descompuesta?
Puede ser cansancio.
¿Que no sabe coordinar los movimientos de pies y manos que exige la marcha? Debe ser nuevo en esta disciplina.
¿Que en vez de ropa deportiva va enfundado en una chaqueta de cuero negra?
Querrá sudar el hombre.
Y el Tira Gutiérrez sigue marchando.
Aunque si lo estuviesen filmando y le hicieran un close up a su chaqueta, se vería clarito que algo le abulta el bolsillo interior. Algo así como una pistola. Sin embargo, los que lo conocen sabrían que no es sino su eterno triángulo de tostada con mantequilla, que lleva precisamente para simular una pistola.
El Tira Gutiérrez marcha.
Marcha en medio de los que corren por deporte, de los que corren para quemar grasa, de los que corren por prescripción médica. El Tira marcha por la vida de la mujer que necesita a su lado como nunca pensó necesitar a nadie.
Con los ojos aguados. Con la desesperación atorada en la garganta, pese al cansancio y a la impotencia que siente, sigue marchando.
El Tira sigue marchando.
Un abuelo de buzo Adidas, zapatillas con reflectante y un cintillo a lo Rambo en su pelambre canosa, pasa trotando a su lado con tranco largo, elástico, como de corredor de maratón. Dos trancadas adelante el abuelo, que andará por los noventa años, se voltea y, con aire socarrón, le hace una seña de adiós.
El Tira se siente humillado. ¡La puta que lo parió!
Sin dejar de marchar, bañado en sudor, el Tira Gutiérrez llama de nuevo al celular de la hermana. Ya van seis o siete llamados en vano. Su teléfono permanece apagado. Se maldice a sí mismo por no haberle pedido nunca el número de su madre.
El Tira Gutiérrez marcha.
Marcha sin querer pensar en lo que le puede estar ocurriendo a la hermana. Ojalá que aquí aún no hayan llegado los secuestros violentos de los cárteles de la droga. «Que el señor nos ampare», se dice, imitando el tono evangélico de la hermana Tegualda.
Y sigue marchando.
Lo mejor es darse ánimo, no perder la calma, no pensar barbaridades. Pero, aunque no lo quiera, se va rompiendo la cabeza tratando de imaginar a quién cresta le habrá hecho tanto daño para querer vengarse de este modo. Quién puede ser el maldito. O la maldita. O los malditos.
El Tira Gutiérrez marcha.
La playa El Cable ya está a la vista. Bien. Faltan menos de dos cuadras. A esas alturas siente que se le acalambra cada músculo del cuerpo, pero con gran esfuerzo sigue adelante, sigue avanzando. Nunca en su vida ha sudado tanto. Son torrentes de sudor los que corren debajo de su ropa.