Hace más de treinta años que veo los partidos de la principal liga de básquetbol de los Estados Unidos. He sido testigo de la irrupción de jugadores extraordinarios, la consolidación de equipos brillantes, jugadas imposibles, y de la lenta evolución que ha ensuciado el juego hasta desnaturalizar la raíz de un deporte donde abunda el roce y la fuerza resulta determinante. Los árbitros vienen sancionando con falta hasta el más mínimo contacto, de forma exagerada, y con ello limitan las posibilidades defensivas, consagran groseras injusticias y fomentan el engaño antideportivo.
Habrá que convenir que nuestras sociedades se están movilizando en un sentido similar a un partido de la NBA, cada vez que aplacamos actividades artísticas como el humor o cancelamos el discurso, la voz o las ideas de quién tiene la osadía de traspasar el límite de lo que resulta políticamente correcto. Parece que hemos olvidado que es la democracia el aval de la libre expresión, y que el gusto popular o la estética del arte no admiten limites o regulaciones.
Estamos arribando a la cima de un período histórico en que el ser humano pierde fuerza frente al proteccionismo estatal, como cuando los padres se muestran excesivamente aprensivos en la crianza, sin advertir las nefastas consecuencias en sus hijos. El Estado chileno, incapaz de garantizar la seguridad frente a las grandes amenazas que interfieren a diario en la vida de los ciudadanos, como el narcotráfico y las bandas criminales que riegan de muertos nuestras calles e intimidan, segregan barrios y se enriquecen con dinero negro, ha optado por marcar presencia en asuntos menores, cuestiones que guardan relación con el sentir, con las relaciones cotidianas y sus múltiples posibilidades. Desde hoy usted no necesita aceptar una ofensa, agachar la cabeza frente a una humillación, celebrar un piropo indeseado o resistir un garabato. Todo aquello es denunciable, como para que no se desgaste intentando imponer su dignidad, responder con argumentos o devolver el insulto. Así, lentamente se va fraguando la naturaleza del nuevo hombre chileno, un ser privado de las valiosas enseñanzas de la vida, incapaz de reaccionar ante el infortunio, insulso.
La identidad, el carácter, aquello que nos aporta sustancia y nos distingue, son trofeos gloriosos que vamos adquiriendo en el ejercicio continuo de la experiencia. Hace falta voluntad para alcanzarlos, oponerse al tiempo y sus zozobras, pararse con determinación y aprender a defenderse del entorno, del criterio ácido y la mala fe de algunos, del peso de una injusticia. Es en aquella zona íntima, en que se alimenta el crecimiento personal, donde el Estado ha decidido meter la nariz. Con razón se viene hablando de la "policía de la moral", por la tendencia masificada de las autoridades a entrometerse en nuestras consciencias y dominarlo todo, para así plasmar una verdad oficial aliada a ciertas ideologías que surcan el paisaje como aves de paso. Tarde o temprano esas ideas van a emigrar en búsqueda de alimento y calor a otras latitudes, y el negocio continuará alimentándose de la fe de nuevos incautos, gente que caerá seducida ante la promesa del cómodo resguardo de su integridad, y así se irán debilitando. Carentes de herramientas personales, no habrá fórmulas para librarse del monstruo que se robó sus pensamientos, que arrebató buena parte de su humanidad y lo redujo al ser incompleto que se conforma con sumarse al rebaño que repite mansamente el mismo circuito; que visita, una y otra vez, el escenario cotidiano de su vida vacía. El lado salvaje jugará del lado del Estado, mientras el espíritu permanecerá congelado, durmiendo el sueño de los justos, atrofiado, a medio camino de completar al individuo en la plenitud de sus deseos y sentidos.
Gonzalo Garay,
abogado y escritor