De un tiempo a esta parte se hacen cada vez más evidentes los síntomas de una profunda degradación de la sociedad occidental, que alguna vez fue cristiana.
Se destruye el matrimonio y la familia, se combate el nacimiento de los niños, se legaliza la muerte de enfermos terminales y ancianos, crece vertiginosamente la delincuencia, las mafias se han tomado nuestras calles, el consumo de droga está diezmando a los jóvenes, la educación en las escuelas se complica más y más… Y así podríamos continuar. Todo esto es grave. Y es también grave la normalización de esta degradación social.
Hablemos con los ancianos de nuestras familias y vecindarios y ellos nos dirán que esto no siempre fue así. Quizá nos dirán que ellos comenzaron a experimentar la superación de la pobreza extrema allá por los años 80 y 90. Desapareció la desnutrición infantil y hubo mayor acceso a ropa, artefactos eléctricos, autos y a la casa propia. Esto es verdad, pero nos dirán también que en los años anteriores a esta mejor situación económica, les tocó vivir una vida mucho más feliz. No porque necesariamente todo tiempo pasado sea mejor, sino porque de hecho la vida era más humana.
Aún reconociendo graves carencias e incluso situaciones de injusticia social, nuestros mayores nos dirán que en su niñez y juventud había un ambiente social de confianza, de honestidad y de servicio a los demás. Nos dirán que se podía dejar en la calle la ropa secándose y las bicicletas, las puertas durante el día se mantenían sin llave, las ventanas estaban sin rejas… Las cárceles eran pocas y pequeñas. Bastaba con algunos carabineros y policías para mantener el orden. Era impensable la existencia de guardias privados.
Sobre todo, recuerdan cuán humanas eran las familias, los vecindarios y las escuelas. No era ciertamente el paraíso en la tierra, porque la realidad del pecado nos marca a todos, pero era una vida más humana a la que tenemos hoy, especialmente en las grandes ciudades.
¿Está todo hoy perdido? No, pero con dos condiciones: primero, que no haya más de lo mismo y, segundo, que volvamos a poner en el centro de la sociedad a Dios y la fe en Jesucristo. Dada la degradación social no hay tiempo que perder. Los cristianos hemos de ser como la luz que hace cautivante la fe en Cristo (ver Mt 5,14), ser como la sal que hace incisivo el Evangelio (ver Mt 5,13) y ser como la levadura que comunique la vida de Cristo desde dentro de la misma sociedad (ver Mt 13,20).
Empecemos ya la regeneración social en nuestras familias y comunidades cristianas, en nuestras escuelas y universidades católicas. Dejemos de lado los respetos humanos y la corrección política. No nos avergoncemos del Evangelio y veremos que es una "fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree" (Rm 1,16). Cristo es el futuro de Chile.
Monseñor Francisco Javier Stegmeier,